viernes, 21 de octubre de 2016

Así fue el bautizo de la “Plaza Che Guevara”

El profesor Carlos Medina Gallego, en su novela “Al Calor del Tropel”, plasma la cotidianidad del movimiento estudiantil de los años 70. En uno de sus pasajes, narra cómo fue renombrada la plaza central de la Universidad Nacional de Colombia:


En los costados de la Plaza Francisco de Paula Santander, los estudiantes le maman gallo a su inmadurez y aburrimiento. Son algunos de los que bautizaron esa misma plaza “Che Guevara”.

No obstante, allá sobre el pedestal de concreto, como una venganza, el general los mira y se ríe, parece tener, a flor de labios, la frase célebre de “las armas nos dieron la independencia, las leyes nos darán la libertad”.

— “Una libertad que los estudiantes vemos cada día más lejos, más difícil de alcanzar porque el único presupuesto con que se cuenta para ello es el hambre, el analfabetismo, la insalubridad, el frío que produce la falta de vestido y vivienda. Y coma mierda, con eso nadie construye nada, ni una revolución porque se necesita además tener ideas”... había dicho Antonio una tarde sentado en uno de los costados de la plaza. Ese muchachito tierno que, apenas despuntando la vida, cambió la academia por la política, para convertirse, con el tiempo, en una carga de conciencia para aquellos que fueron sus amigos de conspiración, pero que no quisieron convertirse en sus compañeros de lucha...

— “Porque hermano, una cosa es trompiar acá con la policía y la otra es irse a mamar hambre al monte, nosotros no estamos para eso, hay cosas en las que uno no se debe meter y esa es una de ellas, acá uno tiene el merco y un cuarto donde arruncharse, allá se tiene a toda hora la repre a las espaldas...” aseguraba el santandereano una noche discutiendo en
residencias sobre cuál debía ser el papel del estudiante en el proceso de cambio social.

— Mire Antonio -le dijo- yo creo que uno cumple su papel acá a través de la denuncia y la agitación... el monte es para verracos, no para nosotros que somos unos habladores de mierda; que hacemos cosas para cumplir con nosotros mismos, pero hay veces que hasta una pedrea nos queda grande...

— Yo no estoy diciendo que nuestra participación en el proceso tenga que ser necesariamente en el monte, no. Nosotros podemos participar acá, desde la Universidad, pero hacerlo correctamente, creo que debemos pasar de la edad de piedra a la edad de la razón... hay que crear en la gente necesidad de organización, sentimientos de unidad...

— No hermanito... lo que pasa es que usted se nos está mamertiando.

— Pues si plantearse el problema de la organización es mamertiarse... me mamertié y listo.

Después de aquella noche nadie lo volvió a ver. Una tarde llego el negro hasta el sitio en que acostumbraba a reunirse el grupo: un árbol inmenso en una de las esquinas de la plaza. Allí, en torno a la sombra que producía, se sentaban a conversar; traía el periódico debajo del brazo y se le veía consternado; todos comenzaron a hacerle bromas que él pasó por alto, de repente dijo:

— Mataron a Antonio -y les entregó el periódico- los que nos mamertiamos fuimos nosotros, completó mientras miraba a Santander que parecía no importarle lo que sentía.

Días después llegó un Juglar a la plaza; traía el rostro pintado de color blanco y rosado, llevaba el overol con que acostumbraba trabajar, lo estudiantes comenzaron a acercarse al lugar que escogió para la función: una plataforma de concreto en mitad de la cual se levantaba el pedestal que sostenía el Santander de bronce; comenzó el espectáculo con un par de mimos que arrancaron carcajadas a los estudiantes... la plaza se fue llenando cada vez más.

La Mona descolgó la bocina, introdujo la moneda y marcó un número telefónico que tenía apuntado en un papel pequeño.

— Aló, ¿Automóvil Club de Colombia? Sí, miré señor, por qué no me hace un favor, me quedé varada acá en la autopista El Dorado, frente al ICA y no quiero dejar el carro por acá botado, porque está cerca a la Universidad y usted sabe cómo son los estudiantes. ¿Usted sería tan amable de mandarme una grúa para llevar el auto al taller?... sí, sí señor, claro que
estoy afiliada... ¿De verdad? ¡Ay! qué alegría, no sabe cuánto le agradezco, es usted muy amable... Sí, yo la espero... ¿Tarda mucho?... ¡Ah! bueno... muchas gracias, hasta luegüito... -Colgó la bocina y caminó dos cuadras hasta encontrar otra cabina telefónica y marcó un nuevo número.

— Aló... sí, mire señor, usted sería tan amable de enviarme una grúa a la calle 26 con carrera 40... sí, frente al ICA, bueno yo la espero, muchas gracias. -La Mona colgó el auricular y miro justo al frente de donde se encontraba; un pequeño grupo de estudiantes estaba sentado sobre el prado conversando animadamente; atravesó la calle y fue hasta ellos, al llegar al sitio comentó:

— En diez minutos deben estar llegando.

El juglar trepó al pedestal y se colocó sobre los hombros de Santander, sacó un pañuelo y se hizo el que lo sonaba, luego metió el dedo en la oreja y lo agitó como para remover la cera, mímicamente se dio a la tarea de llenar un tarro con la cera que supuestamente iba extrayendo de los oídos del General.

"Ahí viene", señaló la Mona. Los estudiantes se incorporaron; ella se adelantó para hacerle el pare; la grúa se detuvo y en cuestión de segundos el chofer se vio rodeado de estudiantes que le obligaron a abandonar el volante del carro con la amenaza de "armas" que insinuaban debajo de periódicos y chompas. Un estudiante tomó la cabrilla y condujo el vehículo con el conductor hasta el interior de la Universidad. En el momento que la grúa irrumpió en la plaza, el Juglar tenía de caballito a Santander. Los estudiantes reaccionaron sorprendidos al ver la grúa desplazarse sobre la plaza hasta localizarse cerca de la estatua. Un estudiante la envió un lazo al Juglar para que la amarrara, éste la ató por el cuello, y descendió del pedestal. El carro comenzó a halar. La cabeza de Santander, con leyes y todo, se vino al piso, pero el cuerpo quedó en el lugar en que se encontraba.

El juglar subió nuevamente y amarró las cadenas de la grúa a la cintura de Santander, el chofer tomó el mando del vehículo y comenzó a halar lentamente hasta que Santander se vino al suelo, “sáquenlo a la veintiséis”, gritaban los estudiantes, y así lo hicieron. Santander fue izado en el puente peatonal de la Universidad sobre la autopista El Dorado y la plaza dejo de llevar su nombre para llamarse “Che Guevara”.

*Fragmento del libro “Al calor del Tropel”, de Carlos Medina Gallego

domingo, 9 de octubre de 2016

Monika Hertl, “la vengadora del Che Guevara”

La historia de la mujer que vengó el vil asesinato de esos grandes dirigentes revolucionarios, el Che Guevara e Inti Peredo


Por Hernando Calvo Ospina*

El coronel boliviano Roberto Quintanilla le hizo amputar las manos al recién asesinado Ernesto “Che” Guevara. Fue un terrible ultraje el que cometió ese 9 de octubre de 1967. Por ello se convirtió en el hombre más odiado de la izquierda en el mundo. Que en esa época era numerosa y radical.

Dos años después, el 9 de septiembre, le rompió la columna vertebral a culatazos al detenido Guido “Inti” Paredo, antes de asesinarlo. Inti, uno de los cinco sobrevivientes de la guerrilla del Che en Bolivia, era líder guerrillero.

Temiendo por su vida, el gobierno lo nombró cónsul en Hamburgo, Alemania.

El 1° de abril de 1971, hacia el medio día, fue ejecutado. Una elegante mujer en falda, esbelta, con una peluca rubia y de lentes le pegó tres tiros. Murió al instante. Para pedir la cita, ella se hizo pasar por australiana en busca de información turística. El mismo Quintanilla la atendió en su oficina. Luego de un forcejeo con la ya viuda, escapó sin dejar pistas certeras. Antes de salir del edificio soltó la peluca, el revólver y el bolso. Este contenía un trozo de papel donde se leía: “Victoria o muerte. ELN”.

La noticia dio la vuelta a la tierra. Muchísimos la celebraron. Una mujer en alguna parte dijo: “Para la venganza ningún camino es largo”

Por simple sospecha, la policía alemana sindicó a Monika Ertl. La gran prensa, como siempre, repitió y repitió. Entonces empezó la cacería.

Ella había llegado a Bolivia en 1953, cuando tenía quince años. Llegó con su madre y hermanas para juntarse a su padre Hans. Este llevaba tres años en Chiquitania, a unos cien kilómetros de Santa Cruz. Ahí, en esas planicies casi vírgenes, que hacen frontera con Brasil, se sintieron como conquistadores.

Hans, en particular, estaba escondido. Huido. Como fotógrafo y cineasta, durante la Segunda Guerra Mundial había sido uno de los grandes propagandistas del nazismo. Se le conocía como “El Fotógrafo de Rommel”, por haber servido mucho tiempo a este mariscal, uno de los hombres más poderosos del Tercer Reich.

Cuando las tropas soviéticas entraron a Berlín el 2 de mayo de 1945, derrotando a las nazis, Hans pudo huir ayudado por los servicios de espionaje militar estadounidenses y el Vaticano. A cambio, entregó la información que tenía.

No se sabe cómo él había adquirido tres mil hectáreas de terreno, pues cuando llegó a Bolivia su tesoro era una chaqueta. Era la misma que portaban los oficiales nazis, diseñada y fabricada por quien llegaría ser mundialmente famoso: Hugo Boss. Sus máquinas las operaban prisioneros franceses, principalmente.

Monika, entonces, había vivido su niñez entre la efervescencia del nazismo. Ahora, en Bolivia, como adolescente, su mundo debió ser totalmente diferente. Pero socialmente no lo fue tanto, porque su hogar era un ir y venir de nazis prófugos, aunque protegidos por Estados Unidos.

Monika se casó en 1958 con otro alemán y se fueron a vivir al norte de Chile, cerca a las minas de cobre. Casi diez años soportó la vida de hogar. Ver las desventuras de los mineros le hizo cambiar su visión del mundo y sus humanos. Se fue a vivir en La Paz y fundó un hogar para huérfanos. Crecida entre racistas, pasó a convivir en las comunas repletas de indígenas.

También empezaron sus contactos con la izquierda boliviana. Viajando en busca de financiamiento para su proyecto, hizo estrechas relaciones con la europea, principalmente alemana. Según su hermana Beatrix, Monika era “una mujer eléctrica con mucha adrenalina, que tenía un amplio abanico de amistades”.

Para ella el Che Guevara “había sido un Dios”, contó Beatrix. Su asesinato le había impactado y dolido terriblemente. Por tanto su integración al Ejército de Liberación Nacional, ELN, fue normal: había sido la guerrilla del Che. No fue una combatiente sino una miliciana encargada de apoyo logístico, tarea que implica más riesgos que estar en la montaña. Su nombre de guerra era “Imilla”, que en idioma aimara significa “niña india”.

Contó su hermana: “ella estaba decidida a cambiar el mundo”.

Desde un comienzo sus posiciones políticas le trajeron desacuerdos con el padre. A pesar de ello, él le permitía que usara una gran casa que la familia tenía en la capital. Lógicamente, ella la utilizó para esconder armas y guerrilleros. El día que Monika fue hasta “La Dolorosa”, como se llamaba la hacienda, a pedirle que le dejara construir ahí un campo de entrenamiento, Hans le ordenó que se largara para siempre. Durante los cuatro años de clandestinidad, le escribió a su familia solo una vez por año. Siempre les dijo que estaba bien. En 1969 fue su último correo: “Adiós, me voy y no me verán nunca más”. Así fue.

La casa de La Paz escondió a Inti Paredo. También fue testiga regular del apasionado romance que Monika mantuvo con el dirigente guerrillero. El se convirtió en su gran amor.

Desde la ejecución de Quintanilla ella pasaba más tiempo por fuera de Bolivia, especialmente en Cuba y Francia. Tenía un pasaporte argentino falso. A pesar de que varios servicios de inteligencia estaban tras su pista, encabezados por los alemanes y la CIA, se movía con cierta facilidad.

El ministro del Interior boliviano ofreció por ella una recompensa más alta que la prometida por el Che Guevara. Una vez el padre vio el cartel con los “terroristas” más buscados, así como su precio. Ella estaba. Dicen que eso le causó profunda vergüenza.

Había un hombre que la conocía muy bien: era el “Tío Klaus”. Así su padre le había enseñado a llamar a ese hombre que se decía comerciante y de apellido Altmann. Monika tardó muchos años en saber que su verdadero nombre era Klaus Barbie, un “criminal de guerra”. En 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, había sido jefe de la tenebrosa Gestapo de Hitler en la ciudad francesa de Lyon. Torturó, asesinó o envió a los campos de concentración a unas cuatro mil personas. Por su crueldad se le llamó “El Carnicero de Lyon”. Al finalizar la conflagración los servicios de seguridad franceses lo quisieron detener, pero se había esfumado. Es que lo protegía un gran poder: la contrainteligencia del Ejército estadounidense (Counter Intelligence Corps, CIC). El asesino era importante por todo lo que sabía del espionaje soviético y de la resistencia organizada por el Partido Comunista francés. El CIC adujo que lo realizado por Barbie solo habían sido “actos de guerra”.

Con la ayuda del Vaticano, en 1951 fue enviado a Argentina, de donde pasó a Bolivia. Ahí obtuvo la nacionalidad, convirtiéndose en brazo derecho de la CIA y asesor de las dictaduras. Sí era un “comerciante”, como se le contaba a Monika, pero de cocaína y armas.

“Barbie sabía todos los movimientos de mi hermana, los tenía bien estudiados”, contó Beatrix. Claro, con los contactos que tenía era normal, pues se asegura que también colaboraba con la policía secreta alemana. Desde que Monika salió de Europa la última vez, e ingresó a Bolivia, venía siendo seguida.

Parece que durante unos pocos días Barbie le perdió el rastro en La Paz. Hasta que el criminal la volvió a ubicar en el centro de la ciudad. Ella iba vestida como una hippie o una gitana. El la reconoció por sus piernas esbeltas y desgarbadas y los lóbulos alargados de las orejas. Inmediatamente llamó al Ministerio del Interior para que se encargara del resto. Entonces se envió a los “negros”, como se le decía a los matones encargados del trabajo sucio.

Monika estaba acompañada de un argentino. Cuando llegaban a la casa de su padre una vendedora les advirtió del peligro: el lugar estaba allanado y el sector militarizado.

Tres días después, en El Alto, un municipio colindante con la capital, los ubicaron. Era el 12 de mayo de 1973. Aunque había sido una casa de seguridad, clandestina, estaba localizada por la policía. La guerrillera y su compañero resistieron el asalto hasta que se les acabó la munición. La policía informó que habían muerto en el combate. Años después, el padre dijo que a ella la habían torturado antes de asesinarla.

La familia se enteró por la prensa, pues fue portada en todos los diarios y noticieros. Las hermanas se comunicaron con la embajada alemana para reclamar el cadáver: apenas se movieron. Se contentaron con la respuesta del Ministerio del Interior: “ella tuvo cristiana sepultura”. Igual se les dijo a ellas. El padre no quiso mover un dedo.

Hasta hoy el cuerpo está desaparecido. Tan solo existe una placa rustica a la entrada de un cementerio en La Paz que dice: “Aquí yace Monika Ertl”.

Cuenta Beatrix que un día vio a Barbie en la calle. “Me saludó atentamente y dijo ‘qué pena lo que le sucedió a tu hermana, lo siento’. Yo ni sentí rencor hacia él. Solo queríamos su cadáver […] Yo no supe si fue él el que la mandó a asesinar”.

Barbie, al fin, fue extraditado a Francia en febrero de 1983. Murió encarcelado el 25 de septiembre de 1991.

Monika vengó el vil asesinato de esos grandes dirigentes revolucionarios, el Che e Inti, quienes también eran sus héroes. El fiscal de Hamburgo la acusó, pero cerró el caso sin poderlo resolver.

Cuando asesinaron a la guerrillera, gobernaba en Bolivia el dictador Hugo Banzer. Por coincidencia, él era vecino de los Ertl en la hacienda. El padre nunca quiso preguntarle por el cuerpo de quien un día fuera su hija preferida. Cuando no podía evadir el tema, solo decía: “si la mandó a matar, habrá tenido sus razones”.

*Periodista y escritor. Este texto hace parte del libro “Latinas de falda y pantalón”. Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 2015