jueves, 17 de diciembre de 2015

Santa Fe campeón bolivariano

La primera Copa Simón Bolívar, un torneo de clubes organizado por la Federación Venezolana de Fútbol, fue ganada por Independiente Santa Fe


Historia de Santa Fe

La Copa Simón Bolívar fue el primer trofeo internacional ganado por Independiente Santa Fe. Esta competición, hoy extinta, fue organizada por la Federación Venezolana de Fútbol (FVF) para homenajear al Libertador e integrar a los clubes de los países por él independizados.

Si bien no es incluida en el palmarés histórico como un torneo “oficial”, la Copa Simón Bolívar sí fue una competición institucional al ser organizada por la FVF. Se disputó entre 1970 y 1976, e inicialmente acogió a los mejores clubes de Colombia y Venezuela, y luego integró también a representantes de Bolivia, Ecuador y Perú.

En 1970 fue su primera edición, y Santa Fe participó en calidad de campeón del “torneo apertura” de ese año, es decir, el mejor equipo de la primera fase del campeonato (que no otorgaba estrella). Por Colombia también participó el Atlético Junior, y por Venezuela compitieron Deportivo Galicia y la Unión Deportiva Canarias, de Caracas.

El torneo se disputó en formato de todos contra todos en partidos de ida y vuelta, y a la postre Santa Fe se consagró como el mejor de la competición, que se jugó de forma alterna a los campeonatos locales.

El Expreso Rojo disputó sus primeros tres partidos en el estadio Nemesio Camacho El Campín, de Bogotá. El 22 de octubre venció 1-0 a Junior, el 4 de noviembre superó 4-1 a la UD Canarias, y dos días después derrotó 3-2 al Galicia.

El primer partido en condición de visitante fue el 24 de noviembre en el Estadio Olímpico de la Universidad Central de Venezuela, en Caracas, donde el rojo empató 1-1 ante el Galicia. La igualdad no sólo dejó sin opción al cuadro local, sino que también le representó a Santa Fe acumular 7 puntos que lo posicionaron al frente de la tabla de posiciones (en esa época, los triunfos aún otorgaban dos unidades).

Dos días después, Santa Fe cayó 2-0 ante la UD Canarias, que se ubicó a un triunfo del liderato. Sin embargo, sus aspiraciones acabaron el 3 de diciembre siguiente, al caer 3-1 ante el Galicia, lo que le dio el título de manera anticipada al Expreso bogotano. Un partido de trámite fue la visita al Junior, que ya estaba eliminado del torneo (triunfo local 1-0).

Al final de cuentas, Santa Fe hizo 7 puntos gracias a tres victorias y un empate. Galicia y Junior hicieron 6, y Canarias se quedó con 5.

Santa Fe era dirigido por Todor “Toza” Veselinovic, y entre su nómina se encontraba una destacada generación de jugadores, como Manuel Ovejero, Miguel Ángel Basílico, Jaime Rodríguez, Luis Aguirre, Dragoslav Sekularac, Alfonso Canón, Víctor Campaz, Walter Sossa, entre otros, que la temporada siguiente conseguirían la quinta estrella para la vitrina albirroja.

jueves, 7 de mayo de 2015

Bogotá vive del café...

Crónica publicada originalmente con el antetítulo "El café, sangre del organismo ciudadano" y bajo el título "Bogotá, ciudad que vive del tinto"


Por José Joaquín Jiménez

Formal e informalmente, Bogotá vive del café. El tinto, el pocillo de tinto es un instrumento de comercio social tan eficaz entre nosotros, como la «pipa de la amistad», entre los antiguos pieles rojas. Nada se hace aquí sin café. El negocio, el plan político, la charla insustancial, la meditación, el ensueño, hasta el mismo silencio, están manejados por el tinto. Puede decirse que el café tinto es la sangre que alienta en el noble corazón de la ciudad.

El cafetín es un universo pequeñuelo. Alrededor de las mesillas, los poetas piedracielistas cazan porciones de humo para la factura de sus poemas. El doctor Campuzano Márquez, en aquel rincón solitario, mira a la vida que pasa, ruidosa, soleada, bullanguera. El estudiante descifra el sólido misterio de las matemáticas o descubre la maravilla universal de la biología. El político hace un recuento de votos, medita discursos y cata la efectividad de la curul, puestos los ojos en ese círculo oscuro, húmedo, brillante, como la pupila de un buey manso, que es el pocillo.

El negociante calcula; ejecuta el juego del alza y de la baja, intuye el trato afortunado y la transacción remunerativa. El filósofo palpa la conveniencia de otorgarle a la risa una calidad espiritual, separándola de la vulgaridad glandular del llanto. El reportero olfatea el suceso, la noticia, el acaecimiento interesante. El suicida presunto calla el fracaso de su existencia y el joven optimista levanta la fábrica azul del porvenir, ingiriendo, con delectación y entusiasmo, un sorbo de café.

También en las noches, cuando la calma tenebrosa se apodera de la ciudad, el café tinto, contenido en termos, va, de las manos de los vendedores ambulantes, por las calles y plazas. El policial, en turno de vigilancia, compra un pocillo y, bajo el palio del cielo, lo consume, sintiendo que la deliciosa bebida lo libra de la mortificante enemistad del sereno y lo multiplica en la sutileza necesaria para, en ese sujeto apostado frente a la vitrina, ver al Patón Vélez, al Resbaloso, al Mediabola o a cualquiera otro de esos rufianes que gustan de apoderarse de lo ajeno.

Los funcionarios del juzgado permanente, cobran ánimo y fuerzas tomando tinto, para irse allá, al arrabal, y levantar el cadáver del hampón asesinado, sobre cuyo cuerpo rígido revolotean las moscas de la alcantarilla vecina. El funcionario de la corte suprema, en tanto que analiza, con severo criterio, la razón que asiste a las partes de un pleito tan sonado como el de San Bartolomé, toma un sorbo de tinto, cuyo sabor le lleva al paladar y, por ese conducto, a la mente, la sensación misma de la patria. El cajero, que es un masoquista del tacto, recurre al café tinto, y en él halla un confortativo que lo devuelve a la realidad de su honrada posición, muy vulnerable ante esa estulta acometida de los fajos de billetes de banco. El limpiabotas, artífice de la elegancia y moderno factótum de la hipocresía, encuentra en el tinto aquella agilidad de discernimiento que lo mueve a hallar cierta similitud entre el oficio suyo y el oficio del herrero. El virtuoso, que maneja con igual propiedad la voz armoniosa de su violín, en la misa de réquiem, en la nupcial ceremonia o en el baile, busca en el café el tónico indispensable para soportar tan aciaga mistificación de su arte. El comentarista que infla al cacique y le adosa el falso ingenio de tres o cuatro frases inteligentes, acude al tinto, dolido del engaño que efectúa y del mal que esto le causa a la patria. Todos aquí, blancos, jóvenes, damas, damos, tomamos café...

Pero hay una inaguantable amistad, una insoportable convivencia entre el café, nuestro café, el más suave y delicioso del mundo, y ciertos frutos tropicales, por cuya causa nosotros, los colombianos, los bogotanos, bebemos como café tinto una pócima deletérea, venenosa y horrible.

¿Qué parentesco existe, por ejemplo, entre el haba, "planta de la familia de las leguminosas, de semilla comestible", y el cafeto, árbol rubiáceo, cuya semilla es el café? Ninguna. Apenas los dos ejemplares pertenecen al reino vegetal. El haba fue usada por nuestros antepasados, los chibchas, para aderezar su principal alimento: la mazamorra. No tuvo, pues, el haba vil, el origen ilustre del café, que se remonta a la más vetusta antigüedad de la felice Arabia y, sin embargo, hoy su harina anda mezclada al café en esta patria. El maíz tampoco tiene nada que ver con el café. La achicoria, tampoco. y habréis de saber que la achicoria pertenece a un género de plantas compuestas que comprende varias especies comestibles, v. gr., "la barba de capuchino es una especie de achicoria"... El trigo, mesmamente, tampoco.

Pues en ese pocillo de café, que la chica de nuestro cafetín predilecto nos sirve, acompañado de una sonrisa que publica el blanco milagro de la dentadura, hay haba, maíz, achicoria, trigo y otros componentes, amén del propio café.

Esta mezcolanza y reunión de la infusión que resulta de la harina tostada de tan diversas semillas, recibe entre nosotros el nombre de "tinto". Si el haba predomina en la mezcla, el "tinto" nuestro tendrá una color oscura, tornasolada, y un gusto arenoso, harinoso. Si predomina la achicoria, el color del tinto será levemente morado y su sabor muy semejante al de las "ibias", chuguas, nabos y otras pepas que se usan en los cocidos campesinos. Si maíz, el tinto tendrá gusto de arepa, que es el gusto más disgustador que pueda gustarse. Si trigo, tendrá sabor de pan sin levadura o ácimo, que comían los hebreos cuando ayunaban y que le inspiraron al poeta Reholló del Castillo sus versos perínclitos:

" y si os latieren de la envidia canes,
no los volváis a ver; tiradles panes".

A más de lo sucintamente anotado, relativo a la ninguna fidedignidad del "tinto", que nosotros consumimos, debe decirse que la casi absoluta carencia de aseo y la escogencia de las peores calidades del grano, de la semilla del cafeto, para el consumo interior, producen una realidad incuestionable, a saber: que Colombia, país en donde se produce el mejor café suave del mundo, es, a la vez, en donde se les expende a los aficionados, el café más malo del universo.

Pues si no fuera sino la adulteración de la materia prima, ya hasta se podría soportar ese abuso que se hace de la buena fe de los consumidores. Pero, aunque nos dieran infusión de café legítimo, no se solucionaría nada. Hay que ver cómo se prepara el "tinto" en los más de los cafetines. El "café" molido, se guarda en recipientes sucios. No se tiene, al tostarlo, el cuidado de evitar que se queme. Los pocillos en que se sirve, usan una gruesa costra de mugre. Si una libra de café molido da, según los cálculos de los técnicos, ochenta pocillos de "tinto", en el cafetín se le exprime y trabaja, para que produzca ciento ochenta, hasta el punto en que el café molido ofrezca esa palidez sospechosa que muestran los adolescentes aficionados a la lectura de1ardiel Poncela. Consumir una taza de tinto, en ciertos establecimientos, implica la negación de las más elementales nociones de pulcritud personal. La chica que os sirve tendrá las manos sucias; las uñas de sus dedos serán la edición quíntuple de una tarjetita de luto; la azucarera será una vasija de aluminio maltratado, por donde andan numerosas moscas brincantes; si os acodáis sobre la mesa, arruinaréis las mangas del saco. En resumen, todo parece conjurarse para evitar que la función de ingerir tinto reúna aquellas circunstancias de universal deleite que debiera tener.

Se ha dicho que el café, el café tinto, es la sangre que circula en el organismo ciudadano. Con la sangre dañada, nada funciona bien. La campaña que ahora se adelanta para obtener que al público colombiano se le expenda "café de café", tiene una importancia terapéutica.

Limpia, sana, la sangre va jubilosa por las venas; la vida es alegría; alegre lucha, amor, victoria y optimismo.

*Publicado en El Tiempo el 25 de febrero de 1941

jueves, 30 de abril de 2015

Cuarenta años de la caída de Saigón

Con la toma de la capital de Vietnam del Sur, se cerró un conflicto de tres décadas


Por Guillero Altares
El País

Michael Herr, el reportero estadounidense que revolucionó el periodismo de guerra con sus despachos desde Vietnam, escribió: "Hace mucho que allí no había un país, solo una guerra". La caída de Saigón, el 30 de abril de 1975, representó el final de un prolongado conflicto –tres décadas– que costó millones de muertos y causó gigantescos daños en un país sobre el que cayeron cuatro millones de toneladas de bombas y 75 millones de litros de un herbicida, el agente naranja, que causó todo tipo de enfermedades y deformaciones (las secuelas siguen afectando a miles de niños). La guerra empezó al final de la colonización francesa en 1946, con la división entre Vietnam del Sur y del Vietnam del Norte, y acabó hace 40 años, cuando el Vietcong -la guerrilla comunista del Vietnam del Norte- tomó Saigón.

Pese a los acuerdos de París de 1973, el conflicto continuó hasta la primavera de 1975, cuando las tropas del Vietcong tomaron Vietnam del Sur. La caída de Saigón, que se convirtió en Ho Chi Minh City, será recordaba siempre por la caótica evacuación de las embajadas con helicópteros. La ciudad está ya muy tocada por la guerra. Así la describe Herr en Despachos de guerra durante la ofensiva del Tet, en 1968: “Una ciudad desolada cuyas largas avenidas contenían únicamente deshechos, papeles arrastrados por el viento, montoncitos diferenciados de excremento humano y flores muertas y los armazones de los fuegos artificiales ya quemados del Nuevo Año Lunar”.

Otro periodista que cubrió el conflicto, el gran reportero Manu Leguineche, escribió: “Al cruzar por las calles de Saigón se me agolpaban en la cabeza los recuerdos de una década que ahora tocaba a su fin en medio de un vergonzoso repliegue de las fuerzas sudistas. Saigón había sido para mí la Disneylandia de los 20 años”. El gran reportero español, fallecido en 2014, describe una ciudad surrealista, con un viejo cartel en francés en su hotel en el que se ruega silencio a la hora de la siesta y un restaurante vasco Aterbea, con camareros vestidos de pelotaris. Hoy, la ciudad rebosa energía, negocios, afán de crecimiento económico.

La guerra de Indochina entre Francia y la entonces guerrilla nacionalista del Vietminh terminó en 1954, con el desastre francés en la batalla de Dien Bien Phu. Casi de manera inmediata comenzó primero un conflicto civil, que luego se convirtió, con la paulatina entrada de los estadounidenses, en la guerra de Vietnam. “Era imposible encontrar dos personas que estuvieran de acuerdo en cuándo empezó”, escribe Michael Herr. Cuando, en julio de 1964, se produjo el incidente del golfo de Tonkim —un supuesto ataque del Vietcong contra la patrulla estadounidense Maddox—, la presencia de EE UU ya era muy fuerte.

Oficialmente, como relata Leguineche en su libro La guerra de todos nosotros, la primera baja mortal norteamericana se produjo el 22 de diciembre de 1961, a 40 kilómetros de la capital. Se llamaba James Thomas Davis y tenía 28 años. Cuando cayó Saigón, EE UU había perdido 58.000 soldados –la mayoría de reemplazo, pues entonces existía el servicio militar– y 303.704 heridos. Millones de civiles habían muerto.

El conflicto de Vietnam fue la primera guerra televisada, durante la que el conflicto entró en el cuarto de estar de los estadounidenses. También está asociada a una serie de imágenes que forman parte de la historia del siglo XX: la instantánea de Eddie Adams, de AP, en la que el jefe de la policía de Saigón, el general Loan, dispara en la cabeza a un guerrillero del Vietcong durante la ofensiva del Tet y la fotografía de Nick Ut de Kim Phuc, la niña que corría desnuda, con sus ropas devoradas por las llamas del Napalm, en la carretera número 1, cerca de Trang Bang, el 8 de junio de 1972.

Las fotografías de los soldados destrozados física y moralmente por el combate durante la batalla de Hué de Philip Jones Philips y Don McCullin provocaron también una profunda huella en la sociedad estadounidense. En sus memorias, McCullin escribe aquella batalla de la ofensiva del Tet: “En los días peores, creo que nadie esperaba salir vivo de ahí”. Michael Herr habla de soldados que llevaban escrito en el casco: "¿Por qué yo?". Los marines se habían inventado una canción titulada: “Tenemos que salir vivos de aquí aunque sea lo último que hagamos en la vida”.

La investigación de Seymour M. Hersh sobre la matanza de My Lai, el asesinato de decenas de civiles en una aldea vietnamita por soldados de EE UU en marzo de 1968, también supuso un mazazo para la estrategia bélica de Washington. Tuvieron que pasar otros siete años desde aquella ofensiva que cambió el curso de la guerra —aunque la perdió el Vietcong, demostró su enorme poder de combate— para que el último helicóptero despegase desde el techo de la embajada de EE UU en Saigón, hace ahora 40 años, y acabase la guerra interminable.