jueves, 7 de mayo de 2015

Bogotá vive del café...

Crónica publicada originalmente con el antetítulo "El café, sangre del organismo ciudadano" y bajo el título "Bogotá, ciudad que vive del tinto"


Por José Joaquín Jiménez

Formal e informalmente, Bogotá vive del café. El tinto, el pocillo de tinto es un instrumento de comercio social tan eficaz entre nosotros, como la «pipa de la amistad», entre los antiguos pieles rojas. Nada se hace aquí sin café. El negocio, el plan político, la charla insustancial, la meditación, el ensueño, hasta el mismo silencio, están manejados por el tinto. Puede decirse que el café tinto es la sangre que alienta en el noble corazón de la ciudad.

El cafetín es un universo pequeñuelo. Alrededor de las mesillas, los poetas piedracielistas cazan porciones de humo para la factura de sus poemas. El doctor Campuzano Márquez, en aquel rincón solitario, mira a la vida que pasa, ruidosa, soleada, bullanguera. El estudiante descifra el sólido misterio de las matemáticas o descubre la maravilla universal de la biología. El político hace un recuento de votos, medita discursos y cata la efectividad de la curul, puestos los ojos en ese círculo oscuro, húmedo, brillante, como la pupila de un buey manso, que es el pocillo.

El negociante calcula; ejecuta el juego del alza y de la baja, intuye el trato afortunado y la transacción remunerativa. El filósofo palpa la conveniencia de otorgarle a la risa una calidad espiritual, separándola de la vulgaridad glandular del llanto. El reportero olfatea el suceso, la noticia, el acaecimiento interesante. El suicida presunto calla el fracaso de su existencia y el joven optimista levanta la fábrica azul del porvenir, ingiriendo, con delectación y entusiasmo, un sorbo de café.

También en las noches, cuando la calma tenebrosa se apodera de la ciudad, el café tinto, contenido en termos, va, de las manos de los vendedores ambulantes, por las calles y plazas. El policial, en turno de vigilancia, compra un pocillo y, bajo el palio del cielo, lo consume, sintiendo que la deliciosa bebida lo libra de la mortificante enemistad del sereno y lo multiplica en la sutileza necesaria para, en ese sujeto apostado frente a la vitrina, ver al Patón Vélez, al Resbaloso, al Mediabola o a cualquiera otro de esos rufianes que gustan de apoderarse de lo ajeno.

Los funcionarios del juzgado permanente, cobran ánimo y fuerzas tomando tinto, para irse allá, al arrabal, y levantar el cadáver del hampón asesinado, sobre cuyo cuerpo rígido revolotean las moscas de la alcantarilla vecina. El funcionario de la corte suprema, en tanto que analiza, con severo criterio, la razón que asiste a las partes de un pleito tan sonado como el de San Bartolomé, toma un sorbo de tinto, cuyo sabor le lleva al paladar y, por ese conducto, a la mente, la sensación misma de la patria. El cajero, que es un masoquista del tacto, recurre al café tinto, y en él halla un confortativo que lo devuelve a la realidad de su honrada posición, muy vulnerable ante esa estulta acometida de los fajos de billetes de banco. El limpiabotas, artífice de la elegancia y moderno factótum de la hipocresía, encuentra en el tinto aquella agilidad de discernimiento que lo mueve a hallar cierta similitud entre el oficio suyo y el oficio del herrero. El virtuoso, que maneja con igual propiedad la voz armoniosa de su violín, en la misa de réquiem, en la nupcial ceremonia o en el baile, busca en el café el tónico indispensable para soportar tan aciaga mistificación de su arte. El comentarista que infla al cacique y le adosa el falso ingenio de tres o cuatro frases inteligentes, acude al tinto, dolido del engaño que efectúa y del mal que esto le causa a la patria. Todos aquí, blancos, jóvenes, damas, damos, tomamos café...

Pero hay una inaguantable amistad, una insoportable convivencia entre el café, nuestro café, el más suave y delicioso del mundo, y ciertos frutos tropicales, por cuya causa nosotros, los colombianos, los bogotanos, bebemos como café tinto una pócima deletérea, venenosa y horrible.

¿Qué parentesco existe, por ejemplo, entre el haba, "planta de la familia de las leguminosas, de semilla comestible", y el cafeto, árbol rubiáceo, cuya semilla es el café? Ninguna. Apenas los dos ejemplares pertenecen al reino vegetal. El haba fue usada por nuestros antepasados, los chibchas, para aderezar su principal alimento: la mazamorra. No tuvo, pues, el haba vil, el origen ilustre del café, que se remonta a la más vetusta antigüedad de la felice Arabia y, sin embargo, hoy su harina anda mezclada al café en esta patria. El maíz tampoco tiene nada que ver con el café. La achicoria, tampoco. y habréis de saber que la achicoria pertenece a un género de plantas compuestas que comprende varias especies comestibles, v. gr., "la barba de capuchino es una especie de achicoria"... El trigo, mesmamente, tampoco.

Pues en ese pocillo de café, que la chica de nuestro cafetín predilecto nos sirve, acompañado de una sonrisa que publica el blanco milagro de la dentadura, hay haba, maíz, achicoria, trigo y otros componentes, amén del propio café.

Esta mezcolanza y reunión de la infusión que resulta de la harina tostada de tan diversas semillas, recibe entre nosotros el nombre de "tinto". Si el haba predomina en la mezcla, el "tinto" nuestro tendrá una color oscura, tornasolada, y un gusto arenoso, harinoso. Si predomina la achicoria, el color del tinto será levemente morado y su sabor muy semejante al de las "ibias", chuguas, nabos y otras pepas que se usan en los cocidos campesinos. Si maíz, el tinto tendrá gusto de arepa, que es el gusto más disgustador que pueda gustarse. Si trigo, tendrá sabor de pan sin levadura o ácimo, que comían los hebreos cuando ayunaban y que le inspiraron al poeta Reholló del Castillo sus versos perínclitos:

" y si os latieren de la envidia canes,
no los volváis a ver; tiradles panes".

A más de lo sucintamente anotado, relativo a la ninguna fidedignidad del "tinto", que nosotros consumimos, debe decirse que la casi absoluta carencia de aseo y la escogencia de las peores calidades del grano, de la semilla del cafeto, para el consumo interior, producen una realidad incuestionable, a saber: que Colombia, país en donde se produce el mejor café suave del mundo, es, a la vez, en donde se les expende a los aficionados, el café más malo del universo.

Pues si no fuera sino la adulteración de la materia prima, ya hasta se podría soportar ese abuso que se hace de la buena fe de los consumidores. Pero, aunque nos dieran infusión de café legítimo, no se solucionaría nada. Hay que ver cómo se prepara el "tinto" en los más de los cafetines. El "café" molido, se guarda en recipientes sucios. No se tiene, al tostarlo, el cuidado de evitar que se queme. Los pocillos en que se sirve, usan una gruesa costra de mugre. Si una libra de café molido da, según los cálculos de los técnicos, ochenta pocillos de "tinto", en el cafetín se le exprime y trabaja, para que produzca ciento ochenta, hasta el punto en que el café molido ofrezca esa palidez sospechosa que muestran los adolescentes aficionados a la lectura de1ardiel Poncela. Consumir una taza de tinto, en ciertos establecimientos, implica la negación de las más elementales nociones de pulcritud personal. La chica que os sirve tendrá las manos sucias; las uñas de sus dedos serán la edición quíntuple de una tarjetita de luto; la azucarera será una vasija de aluminio maltratado, por donde andan numerosas moscas brincantes; si os acodáis sobre la mesa, arruinaréis las mangas del saco. En resumen, todo parece conjurarse para evitar que la función de ingerir tinto reúna aquellas circunstancias de universal deleite que debiera tener.

Se ha dicho que el café, el café tinto, es la sangre que circula en el organismo ciudadano. Con la sangre dañada, nada funciona bien. La campaña que ahora se adelanta para obtener que al público colombiano se le expenda "café de café", tiene una importancia terapéutica.

Limpia, sana, la sangre va jubilosa por las venas; la vida es alegría; alegre lucha, amor, victoria y optimismo.

*Publicado en El Tiempo el 25 de febrero de 1941