Fidel Cano, director de El Espectador, e hincha irredimible de Santa Fe, hace un recorrido por los clásicos de antaño del ‘León’, un viaje a la memoria de tiempos mejores para el fútbol.
Me hizo hincha del Santa Fe un título, pero soy un hincha sin títulos. Diez años tenía en aquel diciembre de 1975 cuando el equipo aquel del Pancho Hormazábal dio la vuelta olímpica en Medellín. Pero nunca había ido al estadio y en ese entonces no había transmisión por televisión. La primera vez que vi jugar al León fue al año siguiente, ya en la disputa de la Copa Libertadores. Y era un clásico. Qué días aquellos en que Santa Fe era el campeón y Millonarios el subcampeón. Ganó el Santa Fe, Sarnari hizo el gol. Desde entonces supe lo que era un clásico.
No recuerdo mucho de los de aquellos años. Willington Ortiz jugaba en Millonarios y el ‘Chato’ Velásquez casi siempre los pitaba. Ahí comenzó mi relación imposible con los árbitros, pues clásico tras clásico el viejo Willy entraba al área, caía, y había un penalti contra Santa Fe. A mí me parecía que todos eran unos regalos siempre. Y en la tribuna me enfurecía, gritaba, insultaba, me enemistaba con los aficionados azules que me rodeaban. Al final nos dábamos un abrazo y reíamos, ganara quien ganara.
Hoy acepto que la injusticia –que sigo creyendo real— con los penaltis al piscinero Willy tenía también que ver con la física. Willington era un chiquitín extremadamente hábil, regateador y veloz que en aquel entonces jugaba como puntero derecho neto. Nuestro marcador por ese costado era el buen “Cachaco” Rodríguez, que tenía una barriga “cervecera” que le impedía voltearse a tiempo cuando Willington ya había hecho el quiebre y entraba al área o levantaba el centro para otros tremendos jugadores azules, el “Ringo” Converti, Morón, Irigoyen... Se sufría mucho, pero sí, de sufrirlos tanto uno terminaba admirando a los ídolos azules casi como si fueran rojos. Eran otras épocas.
El mejor gol que recuerde en un clásico, de hecho, se lo vi a Converti. Se lo hizo a Luis Jerónimo López, nuestro gran arquero argentino. Era una noche fría. Y más frío quedamos los hinchas cardenales cuando Willington levantó el centro y Converti, de espaldas al arco y desde fuera del área, se levantó en el aire y metió una chilena fenomenal para golpear el balón seco y fuerte y meterlo arriba cerca del paral de Luis Jerónimo. Todavía hoy no sé por qué lo anularon, creo que por falta. Igual esa noche nos ganaron.
Llego hasta acá y me doy cuenta de que he hablado de los jugadores de Millonarios que tanto me hicieron sufrir y poco de los rojos que tantas dichas me dieron, que hicieron que el amor al rojo nunca se perdiera a pesar de esta sed de títulos. Pero no, ver a Ernesto Díaz arrancar por la banda, llegar a la raya final, levantar el centro y que Pandolfi llegara siempre a cabecear era un placer celestial. O al “Caneca” Tévez y al “Bimbo” Viáfara poniendo orden en el mediocampo. No he visto después a nadie parar el balón en su pecho como lo hacía el “caneca”. No me tocó mucho Cañón; llegó en el Santa Fe hasta el 75 y ya después me vino a tocar verlo en su regreso con el América. Pero estaba Céspedes, que era un jugador insoportablemente frío, pero tenía una virtud inmejorable: a Millonarios casi siempre le hacía daño.
Los clásicos luego de esas épocas cuando los equipos bogotanos eran grandes, y no solo por ser buenos equipos sino también por ser instituciones sanas, nunca volvieron a ser lo mismo. Años después fueron un asco, incluso. Después de esos, nunca volví.
Diciembre de 1987. El octogonal final de un campeonato en el que pasaron cosas muy ilustrativas de esa perversa relación de nuestro fútbol con el narcotráfico, de las apuestas, de las amenazas, de los sobornos, que terminaría dos años después en la cancelación del torneo por el asesinato de un árbitro en Medellín. Santa Fe tenía un gran equipo dirigido por Jorge Luis Pinto. Millonarios era también un equipazo, pero las sospechas de sus sobornos y presiones para ganar partidos por fuera de la cancha eran vox populi. Ya había habido un escándalo que habían denunciado jugadores del Pereira por pagos que les había hecho Millonarios para que le ganaran un partido a Santa Fe. También, en un juego alucinante de Millonarios contra el Cúcuta, este equipo se había retirado del campo de juego en mitad del partido.
Ese era el ambiente cuando llegó un clásico decisivo. Santa Fe se jugaba el título en ese partido, pues iba enrutado. En el primer tiempo, falta dentro del área y penalti a favor de Santa Fe. Al frente del balón el goleador, el que nunca había fallado una pena máxima en Colombia, el argentino Jorge Taverna. El sueño del título se acercaba. De manera sospechosa, el delantero pateó suave a las manos del discreto Cousillas. Luego, comenzando el segundo tiempo, el ‘Pájaro’ Juárez nos anotó un gol. Perdimos 1-0, Santa Fe entregó sus opciones de ser campeón y los azules se fueron camino a su estrella 12.
Luego la historia nunca comprobada diría que Taverna recibió un soborno para ese partido y que cuando se enteraron algunos de sus compañeros lo agarraron a golpes en el camerino. Años después se sabría también que antes de comenzar el octogonal el presidente de Santa Fe de entonces citó al técnico Pinto y le dijo que debía sacar de la línea titular al portero Mario Jiménez –que fue durante mucho tiempo azul— porque se había enterado de que Millonarios le pagaba para que en los clásicos les ayudara según fuere necesario. De Taverna nunca se supo más, Mario Jiménez terminó preso en Miami por narcotráfico.
Con el desgano total después de aquella frustración con sabor a robo, se vino otra temporada. Otra vez diciembre, otra vez el octogonal, otra vez las mafias del narcotráfico mandando el campeonato. El secuestro del juez Armando Pérez en la ciudad de Medellín precedió esta vez el clásico. Santa Fe jugaba mucho mejor y comenzó ganando. Parecía venir la venganza, pues esta vez eran los azules los que iban camino al título. A pocos minutos de finalizar el primer tiempo, sin embargo, comenzó la debacle. El “Guajiro” Iguarán empató en evidente fuera de lugar. Al regreso del vestuario, Santa Fe siguió dominando el juego. Merecía el triunfo, pero ese gol ilegítimo se lo había impedido. De pronto, a escasos minutos del final, el escurridizo Rubén Darío Hernández arrancó con velocidad pero fue derribado unos tres metros antes de ingresar al área. Fue todo un descaro. El juez señaló penalti, que convirtió en gol Mario Vanemerak. De ahí partió Millonarios a su más discutida estrella, la última.
A la salida del estadio ese día prometí no volver a fútbol. Al menos no en Colombia. Y lo cumplí por mucho tiempo, más de una década. Tengo perdidos muchos equipos del Santa Fe. Hoy, cuando antes de los partidos por televisión RCN pasa viejos partidos en la Memoria del Balón, me encuentro con equipos que nunca vi jugar, con jugadores que ni conozco. Me dicen que el técnico de Santa Fe hoy, Wilson Gutiérrez, jugó en el equipo. Lo siento, nunca lo vi jugar, no hace parte de mis ídolos. Apenas hace unos años he recaído, aunque la podredumbre del fútbol colombiano siga vigente. Solo hay una vida y el fútbol es una pasión desbordante.
Pero hay algo que sí sigo evitando y es ir a los clásicos. El estadio se ha convertido en un sitio agreste, en un escenario de odio. Y yo sigo acostumbrado a dejar ingenuamente brotar las emociones, confiando en el vecino, sea azul o rojo o de cualquier color. Eso ya no se puede hacer en el estadio. Para mí los clásicos en vivo han muerto, quizás para siempre. Los sufro en la televisión donde no corro peligro de ser apuñaleado por querer que mi equipo gane. Tampoco admiro a ningún jugador azul. Es tan pobre el nivel de nuestro fútbol, que entre los dos grandes equipos bogotanos no se hace uno competitivo. Pero, igual, la pasión del fútbol es irresistible, y ahí seguiremos sufriendo.
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